Carlos V
(por Manuel Fuentes Márquez, historiador americanista)
Vino al mundo en la engalanada Gante el más famoso de los sacros emperadores y decidió dejar esta tierra en los austeros
Cuacos de Yuste (Cáceres), rodeado de encinas, monjes y labradores.
█ Orígenes
El 24 de febrero del año 1500, la princesa Juana de Castilla daba a luz, en las
letrinas de un palacio de Gante (Bélgica), al primero de los césares germánicos de casta hispana. El fruto de la unión entre la hija de los
Reyes Católicos y el hijo del
emperador Maximiliano de Habsburgo fue bautizado con el nombre de Carlos y bajo él estaban llamadas a unirse las
Coronas de Castilla, Navarra y Aragón, amén de los territorios de la
Casa de Austria.
Árbol genealógico resumido de Carlos V.
Carlos se crio lejos del calor de sus padres, que desde bien temprano hubieron de frecuentar Castilla para diversos asuntos de futuro gobierno y recoger la herencia que les correspondía al fallecimiento de la católica majestad de Isabel. Aquella ausencia la suplió rodeado de sus hermanas y bajo el
manto protector de su tía Margarita de Austria, hermana de Felipe el Hermoso y viuda del príncipe Juan de Castilla (quien un día estuvo llamado a unir bajo su persona las coronas de sus padres). Fue ella quien, junto a su padre (a quien vería por última vez con 5 años tras su última partida e inesperado fallecimiento), procuró educar al joven príncipe de acuerdo a la responsabilidad que habría de asumir en un futuro dotándolo de preceptores de primer nivel como Pedro de Gante (franciscano que en el Nuevo Mundo se encargará de educar a los nativos novohispanos) o Adriano de Utrecht (futuro Papa Adriano VI) que influirían en su carácter de monarca de vocación humanista y universal.
El único lastre le vendría de su codicioso valido, Guillermo de Croy, señor de Chièvres, quien se ganaría el favor del joven con prebendas, manipulaciones y llegando a llevar su lecho a la alcoba del príncipe con el pretexto de «velar por sus sueños».
█ Joven rey… ¿a la altura de las circunstancias?
En 1516, tras la muerte de Fernando el Católico, quien conservaba la Corona de Aragón y sostenía la regencia de Castilla ante la inhabilitación de su hija Juana por supuestas enajenaciones mentales, Carlos, de
tan sólo 16 años, es llamado para suceder a su abuelo en el gobierno de los territorios peninsulares y ultramarinos. Para entonces, el joven Habsburgo ya había sido declarado mayor de edad, Príncipe de los Países Bajos, duque de Luxemburgo y caballero de la Orden del Toisón de Oro.
Su llegada a España el 19 de septiembre de 1517 fue algo tortuosa. A su propio desembarco forzado en Tazones de Villaviciosa (Asturias) fue confundido por la población y recibido
como si de un pirata se tratara. Del idioma ni hablemos, aunque aquello de que «no sabía ni papa de español» ... cierto es que no dominaba el idioma, pero algo chapurreaba y entendía. Ya se ocupó de ello su abuelo Fernando cuando, siendo niño, le envió a Flandes a don Luis Cabeza de Vaca para que le instruyese en la lengua de Nebrija, a don Juan de Archieta como ayo para conocer las costumbres españolas y al cardenal don Juan de Vera como capellán mayor para acercarlo a los asuntos eclesiásticos hispanos.
Otro problema se le presentó ante sus nuevos súbditos y círculos de poder. Carlos era rey merced al consentimiento de su madre doña Juana, aún encerrada en Tordesillas, y el beneplácito del inquebrantable cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. Pero este último, su principal valedor y regente, murió antes de encontrarse con él. Cargado de
consejeros extranjeros y llegado de un entorno completamente distinto, Carlos tenía por delante una tarea complicada. Las Cortes, reunidas en Valladolid, le juraron como rey junto con su madre Juana en febrero de 1518 y meses más tarde replicarían el mismo proceder las Cortes aragonesas y catalanas.
Con tan sólo 17 años, Carlos era el
primer monarca de la historia en unir bajo su persona las coronas de Castilla, Navarra y Aragón.
Imperio de Carlos V.
█ Problemas internos
Los problemas no tardaron en llegar. A la altura de 1519, tras la muerte de su abuelo Maximiliano, los príncipes electores germánicos, merced a sobornos, amenazas o voluntades futuras, eligieron a Carlos
emperador del Sacro Imperio, un cargo con más pompa que poder, pero, a fin de cuentas, la máxima distinción política de la época: casi a la altura del Papa.
Carlos partió a su coronación con toda la premura posible, convocando unas Cortes en Santiago que le permitieran sufragar los gastos del acto. Joven, inquieto y más preocupado por los asuntos europeos de la Casa de Austria (que es en la que creció), no reparó en la fragilidad de su situación en España. Tan pronto se embarcó, prendieron incendios locales en las revueltas de las Germanías (Valencia) y de los Comuneros (Castilla), amén de un intento de invasión de Francisco I de Francia (su eterno rival y malogrado pretendiente al trono imperial) sobre Navarra. Todo fue
sofocado por Adriano de Utrecht, quien fuera preceptor y ahora regente de Carlos de Habsburgo.
Mientras tanto, el Austria, a la temprana edad de 20 años, se encontraba en Worms resolviendo su primera papeleta como Príncipe de la Cristiandad contra la recién nacida herejía del agustino
Martín Lutero: la Reforma Protestante. Aquella escisión de la Iglesia de Roma daría más de un dolor de cabeza al emperador, que terminaría sus días frustrado, luchando contra la expansión de la misma y la fragmentación política que agudizó entre los miembros del Imperio.
Martín Lutero, el dolor de cabeza de Carlos V.
█ El emperador de las Américas
El emperador ya tenía nuevas del
descubrimiento del nuevo continente, aunque la imagen que por entonces se tenía de él no era sino la de un mar repleto de islas de diverso tamaño, más ricas en población que en tierras y oro. El único gran deseo de la Corona era el de encontrar un
paso a la Especiería con el que lucrarse del comercio de las especias, controlado hasta entonces por los portugueses. Es por ello que, en 1519, Carlos I
patrocinó la expedición de Fernando de Magallanes a las Molucas que concluiría en 1521 con la
primera circunnavegación de la historia.
Fue justamente en 1520, estando en Flandes preparándose para su entronización, cuando Carlos comenzó a tomar conciencia del verdadero panorama americano que se abría ante el horizonte atlántico de Castilla. Hasta allí llegó el primer tesoro enviado por
Hernán Cortés, procedente de su aventura mexicana, que en aquellos momentos se encontraba en pleno ecuador. El artista Alberto Durero lo valoró en unos 100.000 florines y lo describió así:
«A lo largo de mi vida, nada he visto que regocije tanto mi corazón como estas cosas. Entre ellas he encontrado objetos maravillosamente artísticos, y he admirado los sutiles ingenios de los hombres de estas tierras extrañas. Me siento incapaz de expresar mis sentimientos».
Penacho que Moctezuma envió a Carlos V a travé:s de Hernán Cortés (museo Etnográfico de Viena, Austria).
La conquista de México, concluida en agosto de 1521, terminó de abrir los ojos a Carlos. ¿De dónde tantas maravillas y riquezas? Aquel vergel de islas caribeñas era mucho más de lo que podían haber imaginado. La aventura de Cortés demostró a la Corona que
en aquellas tierras había civilizaciones que habían logrado conformar robustos estados con su propia fiscalidad, administración, sistema económico, social, ejército, diplomacia… Lo cual despertó el hambre de otros conquistadores con sed de promoción personal y enriquecimiento de sus haciendas que, con la capitulación real, lo arriesgaban todo. Es por ello que bajo su reinado se produjo
la más formidable expansión de los dominios hispanos por todo el nuevo orbe: México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Colombia, Bolivia, Chile… y el Perú. El famoso Perú. La tierra del Inca, la joya de los
virreinatos y el vergel metalífero del nuevo continente. Y
la mayoría de estas conquistas se hicieron bajo la firma de extremeños tales como el ya mentado metelinense
Hernán Cortés (Imperio Mexica), el trujillano
Francisco Pizarro (Imperio Inca), el pacense
Pedro de Alvarado (Guatemala), el barcarroteño
Hernando de Soto (quien exploró la Florida y el sur de los actuales Estados Unidos), el villanovense
Pedro de Valdivia (Chile)...
Bajo su reinado, Carlos restringió el poder a toda la élite conquistadora en favor de la Corona: no podía arriesgarse a que dominios tan propicios y económicamente provechosos cayesen en manos ajenas a los intereses del Estado. Por eso, si bien al principio recompensó la actuación de algunos de estos hombres de armas que encabezaron estas empresas en base al derecho premial (concediendo algún título nobiliario, tierras, vasallos, cargos públicos…), la Corona pronto
trató de alejarlos del poder. Fue este el motivo por el que en 1535 Carlos creó el
Virreinato de la Nueva España y en 1542 hizo lo mismo con el
Virreinato del Perú, colocando en la cúspide de estos nuevos sistemas políticos a sus alter ego (su representación al otro lado del charco), con plenos poderes y una administración sujeta al propio monarca que se mimetizó con la realidad local y perduraron hasta la misma independencia (1821-1824), siendo baluartes de los realistas.
█ Un monarca legislador
No sólo quedó el papel del emperador en su concesión de capitulaciones e instrucciones para la conquista y poblamiento de las nuevas tierras. El austria se esforzó en
continuar la tarea legislativa indiana iniciada por su abuela Isabel la Católica desde que en 1500 prohibiese la esclavitud de los nativos, declarándolos vasallos y prohibiendo su esclavitud, lo cual corroboraría un año después en las Instrucciones dadas al extremeño
Nicolás de Ovando indicándole que
«los yndios sean bien tratados como nuestros súbditos e vasallos, e que nenguno sea osado de les hacer mal ni daño » . También Carlos tuvo suerte de encontrarse con las
Leyes de Burgos en vigencia, el primer corpus legal sobre las Indias, creado en 1512 por su abuelo Fernando el Católico tras las demandas de fray Antonio de Montesinos. Y aunque no siempre se cumplieran, dichas leyes fueron un acto pionero, pues recogían puntos tan esenciales como el derecho a la propiedad de los nativos, el mantenimiento del status de los caciques locales, la restricción del trabajo infantil, la regulación de las encomiendas o la creación de la figura del visitador para vigilar las actuaciones de las autoridades.
Fruto de la actividad reivindicativa y preocupación por el bienestar de los indios del dominico
fray Bartolomé de las Casas, Carlos mostró una honda preocupación a cuenta del trato dispensado a los naturales y del casamiento del mismo con la moral y doctrina cristiana que justificaban la presencia de los españoles en América. Fue por ello que, en 1540, el emperador convocó una junta legislativa y teológica en la que reunió a humanistas españoles de la talla de
Francisco de Vitoria en torno a la
Universidad de Salamanca, dando a luz dos años después a las conocidas
«Leyes Nuevas», aquellas que enfurecieron y provocaron la
rebelión de los encomenderos del Perú por buscar acabar con su el sistema de propiedad que recompensaba su labor en la Conquista. Así mismo, estas disposiciones incidían en la necesidad del
buen trato de los naturales y dictaban categóricamente el fin de la esclavitud indígena aunque ésta se debiese a guerra justa. Y aunque costó erradicar este último punto, las Leyes Nuevas significaron un punto de inflexión en la cuestión y a partir de su promulgación en 1542, el tráfico ilegal de indígenas disminuyó progresivamente.
Y aún con todo este renovado entramado legislativo, el emperador, como
Príncipe de la Cristiandad, daría una última puntada en 1550 (6 años antes de abdicar) ordenando la celebración de un debate teológico, jurídico y moral que se celebró en la conocida
Junta de Valladolid para contraponer las distintas posturas que legitimaban la conquista y el poblamiento de las Indias. Un hecho insólito en la configuración de cualquier imperio. Fue aquí donde se enfrentaron las figuras y posturas de fray Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda, abogando el primero por la inocente y bondadosa condición del nativo y el segundo por la necesidad de aplicar la tutela para corregir la barbarie de la cultura indígena. De esta reunión salió la figura del
protector de indios y varias
reformas de las Leyes de Indias, regulándose aún más el proceso de conquista, restringiendo los avances y precediéndose estos siempre por asentamientos religiosos.
Con sus pros y sus contras, con funcionarios y particulares más o menos cumplidores de estas disposiciones, es innegable que esta labor significa un
hecho inaudito en la historia de los imperios de la humanidad.
Busto de de Carlos V en mármol de Carrara (Palacio de Mirabel, Plasencia). Existe una réplica en bronce en el Monasterio de Yuste.
█ Yuste, el último atardecer del emperador
Decepcionado por no haber podido consagrar aquel
imperio universal encarnado en la Cristiandad que Lutero hizo saltar por los aires, Carlos, se retiró a reflexionar sobre sus errores y aciertos, y sobre lo que él consideraba haber fallado a Dios y a su dinastía (
A.E.I.O.U.,
«Austriae est imperare orbi universo»;
«El destino de Austria es gobernar el mundo entero»). En aquel mundo ya no había cabida para reyes como él. Reyes consagrados a la guerra y a viajar sin descanso a lo largo de sus vastos territorios en pos de la estabilidad de los mismos.
Tenía
56 años, pero, además de la endiablada
gota que lo postergaba en cama y le llenaba las manos de pupas y llagas, cargaba a sus espaldas el peso de interminables millas de viaje: España, Francia, Italia, el Sacro Imperio, Flandes, Inglaterra… ¡Túnez incluso! Por todos aquellos destinos pasaron los esfuerzos y fatigas del César cristiano. En sus laureles contaba con victorias como la de
Bicoca (1522),
Pavía (1525) -en la que sus hombres tomaron como prisionero al monarca galo Francisco I- o
Mühlberg (1547), inmortalizada por Tiziano -derrotando a los príncipes protestantes de la Liga de Smalkalda-. Aunque también paladeó los sinsabores de las derrotas y las metas jamás alcanzadas. Véase la Jornada de Argel o la huida de Innsbruck y la consiguiente
incapacidad para erradicar la Reforma protestante.
Carlos V a caballo en Mühlberg de Tiziano (Museo del Prado).
Aquel emperador que capitaneó la Cristiandad a través de la espada, concilios y dietas de políticos, religiosos e intelectuales en vistas a un imperio universal,
cedió prematuramente los bártulos a su hijo Felipe y a su hermano Fernando en una de las abdicaciones más sentidas y recordadas de la historia. Fue el 25 de octubre de 1555 en el gran salón del Palacio de Coudenberg, Bruselas. Allí, confesó «haber errado muchas veces», aunque sin querer jamás «agraviar a ninguno de [sus] vasallos». Seguidamente, se retiró.
Y así fue cómo
Carlos llegó a Extremadura. Vino aquí por decisión propia, porque quiso morir en un rincón olvidado y alejado del mundanal ruido de la política y del bullicio de las ciudades. Eligió
Yuste, próxima a la localidad de Cuacos. Allí fijó el Augusto César el último suspiro de su cuerpo y el descanso eterno de su alma. Tan pronto como pudo, dispuso la
construcción de un palacete junto al monasterio de los monjes de la Orden de San Jerónimo. Los principales de éstos se entrevistaron con él a su paso por Valladolid para concertar y proveer todo lo que necesitase en su retiro. Carlos fue exigente. Quería los mejores hombres que pudiese dispensar la orden para cubrir los servicios religiosos, las tareas de confesión, predicación y un apunte tan exquisito como identitario de su corte:
una nueva capilla musical. Carlos siempre tuvo a los mejores músicos a su alrededor y quería terminar sus días con virtuosos de primera.
Entró en Extremadura hacia noviembre de 1557, atravesando la sierra de Gredos, por Tornavacas, acompañado por un séquito que rondaría las 200 personas (algo ridículo para alguien de su condición). Y de ahí a
Jarandilla de la Vera, donde reposó en el
castillo de los Condes de Oropesa hasta la conclusión de su palacio -es probable que, en este camino, pasase por Garganta la Olla-. A esas alturas, el infatigable viajero no podía desplazarse más que en su
litera-carruaje, en su silla de mano o directamente a hombros de los lugareños a través de los caminos más endiablados. Fue precisamente en Jarandilla donde se produjo uno de los últimos actos más simbólicos de la vida de Carlos. Consciente de que llevar a sus sirvientes (la mayoría flamencos, borgoñones e italianos) al recodo de Yuste era casi condenarlos involuntariamente al destierro, decidió dar licencia y despedir con honores a un buen número de estos, entre los que se contaban casi una centena de alabarderos que lo habían acompañado en sus campañas europeas. Éstos, en señal de respeto y como último nexo humano del emperador con su pasado guerrero,
arrojaron sus alabardas al suelo como gesto de que de ahí en adelante no servirían a ningún otro señor.
Litera-carruaje en la que Carlos V llegó al Monasterio de Yuste.
El
3 febrero de 1558, concluidas las obras de Yuste, Carlos se encamina con un mermado séquito al lugar de su retiro, llegando hacia la media tarde entre campanadas y siendo recibido por el prior del monasterio bajo el título de «Vuestra Paternidad». Entonaron un Te Deum y, a continuación, el viejo monarca marchó a
conocer el monasterio y sus aposentos, compuestos por un edificio de gran belleza y sencillez que recordaba a las villas italianas, provisto de dos plantas, con jardín y estanque. Algunos historiadores vislumbran en este palacete el germen e inspiración del Escorial. Para su decoración y goce, el emperador llevó consigo
cuadros de Tiziano de enorme valor sentimental para él (como “La Gloria”, donde aparecen miembros de su familia), relojes, instrumentos de astronomía y una treintena de libros que tocaban temas como la religión, la filosofía, el estudio del cosmos, la historia, el entretenimiento… Algunos ejemplos fueron el «Libro de la oración y la meditación» de fray Luis de Granada, la «Guerra de las Galias» de Julio César o el «Almagesto» de Tolomeo.
Monasterio de Yuste.
Su estancia fue significativa y por momentos placentera. Los sirvientes, aposentados en Cuacos, dieron cierta vida a la localidad y es innegable que el monasterio de Yuste jamás contó con un crisol de gentes tan amplio. El emperador, cuando no padecía graves ataques de gota, se entretenía con sus relojes y estudios, a ello contribuía
Juanelo Turriano, el ingeniero y matemático italiano que había traído consigo, autor del artificio que llevaba su nombre (capaz de llevar el agua del Tajo hasta el alcázar de Toledo, situado 100 metros por encima) y de otros inventos. Asimismo, disfrutaba con la pesca, la compañía de los monjes (con quienes comía llanamente en el refectorio) y de las visitas de antiguos colaboradores y servidores. La más significativa fue la de
Jeromín (a la postre
«Don Juan de Austria»), tres meses antes del fallecimiento del emperador. El niño, quepara entonces contaba con 11 años, había sido fruto de una relación fugaz entre Carlos y Bárbara de Blomberg y su naturaleza se había llevado bajo el mayor de los secretos. En un último intento por hacer las cosas bien, Carlos había encomendado la crianza del niño a su fiel colaborador Luis Méndez de Quijada, cuya esposa pensaba que el vástago era producto de una infidelidad de su marido. El cabeza de los Habsburgo quiso pasar sus últimos meses cerca de su hijo, aunque jamás le confesó la sangre que les unía. De aquella tarea se encargó posteriormente su hijo
Felipe II en 1559, en una cacería que, lejos de alcanzar el objetivo de hacerse con alguna pieza, dejó boquiabierto al recién revelado hermano.
Presentación de Jeromín (Juan de Austria) a Carlos V en Yuste. Eduardo Rosales 1869.
En sus últimos meses, lejos de abandonarse a la vida contemplativa, Carlos, hombre de Estado y de Imperio que había sido, no pudo sino interesarse por las cuestiones que azotaban a los dominios de su hijo, solicitando constantemente las últimas nuevas. También puso de su parte Felipe. El
«Rey Prudente», haciendo gala de su sobrenombre, se carteó con su padre pidiéndole su parecer sobre cuestiones diplomáticas y guerreras concernientes al nuevo conflicto que le planteaban las herejías, Enrique II de Francia y el Papa Paulo IV. En este tiempo Carlos actuó como
consejero y hombre sabio en la distancia, aunque tampoco pudo hacer mucho pues, para mediados de agosto, el
paludismo (malaria) que azotaba la zona de Yuste sacudió de lleno su salud. Quién sabe si el estanque que mandó construir tuvo algo que ver…
El día 30 de agosto, la enfermedad transmitida por el mosquito anopheles despertó. Tras comer en la terraza, el viejo monarca comenzó a padecer dolores de cabeza, fiebre, mucha sed, calor y sudoración nocturna. Despertó a la mañana siguiente comido por el frío, los temblores y los delirios febriles. Los días venideros no hicieron sino agudizar su estado. Sin apetito, él, que había sido un gran devorador de carne y un amante de la cerveza, dejó de comer, quedándose prácticamente en los huesos y en el abandono corporal. El 9 de septiembre, en uno de sus momentos de lucidez, ordenó redactar un codicilo (pequeña modificación sin alterar los herederos) para su testamento. En él disponía que no se cejase en la lucha contra las herejías, que
«se favorezca … el santo Oficio de la Inquisición» y algo más importante y significativo:
su deseo de ser enterrado «en este dicho monasterio» de Yuste «en medio del altar mayor… que la mitad de mi cuerpo hasta los pechos a la cabeça salga fuera dél, de manera que cualquier sacerdote que dixere missa, ponga los pies sobre mis pechos y mi cabeça».
El día 18 de septiembre, el Austria experimentó la conocida «mejoría antes de la muerte», sorprendiendo a propios y extraños. Al día siguiente, empeora significativamente y recibe la extremaunción. Para el día 20, Carlos es consciente de que el final está cerca. En plena agonía, buscando la palabra de Dios, pide a los monjes jerónimos que le canten salmos y la lectura de la Pasión según San Lucas. Llegada la madrugada del día 21, su aliento comienza a apagarse y perderse en la penumbra de la noche de Yuste.
Aferrado al mismo crucifijo que abrazó su esposa Isabel de Portugal en el lecho de muerte, exhaló: «Ya es tiempo». Y a continuación, en el último soplo de vida que albergaba, con la otra mano tomó prendido el cirio de los moribundos y se desprendió de su aliento en paz:
«Jesús».
Carlos V e Isabel de Portugal.
Eran las
dos de la madrugada del 21 de septiembre de 1558. Yacía entre las paredes de Yuste, Extremadura, con tan sólo 58 años, el que hasta hacía dos años había sido el
hombre más poderoso sobre la faz de la tierra. El hombre que dio sentido a una de las
etapas más singulares de la historia de España y de la humanidad: la etapa de los
descubrimientos, de las
conquistas, del
mestizaje, del
Nuevo Mundo, de la
dialéctica humanista-imperial, de la ruptura y pugna por la recuperación de la
Cristiandad. El hombre, en el fondo sencillo, que quiso encontrar descanso bajo suelo extremeño.